Me gustan las gasolineras, las estaciones de tren, los aeropuertos. Estaba pensando la manera más adecuada de formular esto —“me encuentro a gusto en las gasolineras…” era la otra opción—, porque propiamente no es que me gusten, sino que no me disgustan. Seguramente es porque no viajo mucho, pero cuando paso por un sitio de estos disfruto de los procedimientos que hay que seguir en cada uno de ellos y del anonimato que te envuelve. Me gusta ver las estructuras (aunque no tenga ni idea de lo que estoy mirando), esto sobre todo en las estaciones de tren; compro cosas que en otros lados no compraría, y por precios que jamás pagaría; veo a la gente hacer los mismos movimientos, dar los mismos paseos, aburrirse lo mismo que yo. Cuando retome la marcha ya vendrán otros pensamientos, pero durante el momento que estoy en este tipo de lugares pienso menos, o de un modo más mecánico, y eso siempre es algo tranquilizador. Dado que este fin de semana hemos hecho unas veinte horas de viaje para cuatro o cinco de trabajo, he estado más en el modo cabeza vacía que cabeza llena. Si acaso me preocupaba encontrar un rato para ponerme con el ordenador, o no llegar demasiado cansado para el concierto que tengo mañana, pero son cosas concretas, nada que ver con la agonía que es la cabeza de uno durante el día a día. Hemos estado dos veces en la gasolinera del Burger King —y las dos veces, también a la vuelta, el cantante se ha sentado en la misma silla y se ha quitado la camiseta para tomar el sol al lado del aparcamiento—, dos veces en el puerto para tomar el ferry —la segunda, a la vuelta, se ha hecho un poco más larga porque que un par de personas se habían metido en la parte de abajo del autobús esperando cruzar a la península; el conductor les ha visto cuando iba a meterse al barco, una vez nos habíamos bajado nosotros, y han llamado a la policía portuaria para que pasara una máquina que por lo visto tienen para revisar los bajos de los autobuses—, una en una estación de servicio con vistas al mar, y otras dos en la gasolinera de Manzanares en la que recogimos y dejamos a la gente que vive en Ciudad Real. He terminado de ver Akira, he leído setenta páginas de Los anillos… y he escuchado unas quince horas de música —un cálculo rápido contando con el tiempo de escucha de los viajes, donde la necesitaba para silenciar la turra del tenor que no se ha callado en ningún momento (pero en ninguno, no se ha callado, no sé cómo enfatizar esto, es que no se ha callado), y quizá un par de horas más la última noche, cuando los ronquidos del que dormía a mi lado llegaban a ser insoportables (he podido concretar un poco mejor su forma: no es que se vayan acumulando y sonando cada vez más fuerte, sino que se suceden unos cuantos, luego se detienen como si dejase de respirar, y luego llega el último que es cuando recupera la respiración y que es donde siempre me sobresalto porque es muy alto. No sé cómo alguien puede dormir todas las noches junto a este ruido)—. En general he conseguido no participar de muchos corros, y como la gente se iba yendo poco a poco, bajándose en diferentes sitios —además de que en un mes nos volvemos a ver—, las despedidas tampoco han sido tales. Me duelen los hombros de cargar con la mochila y los brazos de cargar con el teclado. En casa me esperaba una lámina nueva y cuatro trozos de pizza para cenar. He visto el tercero de Only Murders in the Building, con la que me río bastante, y he dejado preparado todo para el concierto de mañana. Sigo aquí a Sebald y a la lectura que hace de Thomas Browne, un médico inglés del XVII: “and so it is time to close the five ports of knowledge. We are unwilling to spin out our waking thoughts into the phantasmes of sleep; making cables of cobwebs and wildernesses of handsome groves”. Lo que esta noche viene a significar que me tomo ya el Lorazepam.
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